martes, 27 de mayo de 2014

Encuentro personal con G. A. Bécquer (Parte práctica de mi Trabajo de Investigación)

Desde que llegó a mis manos el manuscrito del Libro de los Gorriones de Gustavo Adolfo Bécquer, quise conocerle. Dicho manuscrito, por cierto, me llegó totalmente por accidente. Es más, ni siquiera había oído hablar del poeta antes, pero en fin, es que en aquella época casi nadie le conocía. Sí, estoy hablando de 1867, aproximadamente. Cuando él todavía vivía.
Creo que debería presentarme: soy Ana, hija de Luis González Bravo, y una gran amiga de Julia Espín, la que fue novia de Bécquer. Precisamente esa amistad con Julia, que aunque era bastantes años mayor que yo, era muy buena conmigo, es la que me hizo conocedora de la existencia del poeta. Tengo aún el vivo recuerdo de mi buena amiga corriendo hacia mí, brillantes los ojos, sonrojadas las mejillas, alterado el pulso y una sonrisa en los labios, apretando un papel contra su pecho. Me cogió de las manos, sin soltar dicha hoja, y me invitó a sentarme con ella. Con la respiración entrecortada, me enseñó el papel, que contenía una poesía que un tal Gustavo Adolfo le había dedicado a ella:

—Yo soy ardiente, yo soy morena,
yo soy el símbolo de la pasión,
de ansia de goces mi alma está llena.
¿A mí me buscas?
                                      —No es a ti, no.

—Mi frente es pálida, mis trenzas de oro:
puedo brindarte dichas sin fin,
yo de ternuras guardo un tesoro.
¿A mí me llamas?
                                      —No, no es a ti.

—Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz;
soy incorpórea, soy intangible:
no puedo amarte.
                                      —¡Oh ven, ven tú!
No me extrañó lo más mínimo el regocijo de Julia en ese momento. ¡Ojalá a mí también me escribieran poesías como aquella! Desde ese momento, cada vez que Gustavo le escribía una poesía, ella y yo las leíamos juntas.
La lectura de esos poemas aumentó cada vez más mis ansias de conocerle. No soñaba más que con él, sólo deseaba encontrarme con él por la calle… de hecho, ni siquiera sabía cómo era, porque nadie me lo había presentado nunca; sin embargo, yo me lo imaginaba guapísimo, porque alguien que escribía unas poesías con tanto sentimiento tenía que ser, por fuerza, hermosísimo. De hecho, yo estaba secretamente enamorada de Bécquer… bueno, de sus poesías, más bien, pero para mí, él y la poesía eran una misma cosa.
***
Al fin llegó el día en que lo conocí personalmente. Bueno, no exactamente, simplemente me lo presentaron, no es que nos conociéramos, pero le vi cara a cara, que es con lo que había estado soñando durante meses. Mi padre, D. Luis González Bravo, era amigo de Bécquer, sin yo saberlo; y no sólo eso, sino que también era su protector. Así que un día mi padre le invitó a comer en casa y tuvieron después una breve entrevista. Estoy hablando de 1867, cuando yo no contaba más de 20 años y él tenía ya 31 y estaba, por lo que supe más tarde, infelizmente casado con una tal Casta Esteban. Sin embargo, yo seguía enamorada de Bécquer.
Cuando acudí a abrir la puerta al poeta, las manos me temblaban de puro nervio. Al fin, después de un sordo gruñido de la puerta de roble al abrirse, apareció ante mí una figura alta, con un hermoso pelo castaño, todo revuelto y unos ojos tristes y vivaces a un tiempo, de un color marrón oscuro, amparados por unas cejas perfectamente definidas, se posaron en mí, y sus labios, bajo el bigote y la barba al estilo byroniano, esbozaron una sonrisa tímida y cordial a la vez, mientras sus manos jugueteaban nerviosas con el sombrero que sostenían. Tratando de controlar la emoción, me hice a un lado, mientras el entraba y miraba con sus inquietas pupilas a todos lados, visiblemente nervioso. Todavía recuerdo a la criada que se quedó parada detrás de mí, mirándome sorprendida, puesto que a ella le correspondía abrir la puerta a los invitados, y la mirada reprobadora de mi querido padre cuando me vio en el vestíbulo en el momento que él acudió a recibir al poeta.
La hora de la comida fue agradable, pero algo monótona. Apenas intercambié ninguna palabra con Bécquer, aparte de cuando mi padre me presentó como “su alocada e impredecible hija”, a cuyas palabras Gustavo Adolfo me dirigió una sonrisa tímida y una mirada entre divertida y sorprendida. Nos dirigimos algunas frases cordiales y comentamos un poco el tiempo, y allí acabó nuestra conversación. Me moría de ganas de preguntarle millones de cosas acerca de sus poesías, pero al ser hija de ministro, debía hacer honor a la etiqueta y educación recibida, cosa que, sinceramente, era lo peor que podía existir para una cabecita joven tan “alocada e impredecible”, como decía mi padre.
Después de comer y escuchar aburridísimas conversaciones sobre política entre mi padre y Gustavo Adolfo, que sospecho que a él tampoco le interesaban demasiado, los dos hombres se encerraron en el despacho del ministro para tener una entrevista en privado. Sin embargo, yo, como chica curiosa que era, me fui a la habitación de al lado, en la que, siendo niña, había hecho un agujero para escuchar conversaciones entre mi padre y mi madre, q.e.p.d., y que, hasta entonces, siempre había mantenido oculto.
Escuché toda la entrevista en silencio, un poco aburrida, hasta que llegó a un punto en que no pude evitar prestar atención.
—Oye, Gustavo—decía mi padre—, tengo entendido que te gusta mucho escribir poesía.
El poeta le miró un poco sorprendido.
—Esto… sí, señor—carraspeó—; pero…
Mi padre le interrumpió sonriendo.
—El cómo me he enterado no importa, pero debo decirte que he leído algunas, y me han encantado.
A mí también me sorprendió bastante el hecho de que mi padre hubiera leído sus poesías, pero entonces recordé que lo había visto salir de mi habitación unos días antes, con una sonrisa entre confundida, divertida y sorprendida, pero sobre todo, de admiración. Cuando entré en mi habitación encontré una carpeta con poesías de Bécquer que me había aprendido de memoria cuando las leía con Julia unos años antes, cuando no era más que una niña. Dicha carpeta estaba cerrada, encima de mi mesa, aunque yo estaba segura de que la había guardado debajo de la cama. En aquel momento no le di importancia, pero ahora sospechaba que mi padre las había leído. Esta sospecha se confirmó cuando mi padre recitó, mirando divertido al poeta:
Fatigada del baile,
encendido el color, breve el aliento,
apoyada en mi brazo,
del salón se detuvo en un extremo.

Entre la leve gasa
que levantaba el palpitante seno,
una flor se mecía
en compasado y dulce movimiento.

Como en cuna de nácar
que empuja el mar y que acaricia el céfiro,
tal vez allí dormía
al soplo de sus labios entreabiertos.

¡Oh, quién así —pensaba—
dejar pudiera deslizarse el tiempo!
¡Oh, si las flores duermen,
qué dulcísimo sueño!

Bécquer se sonrojó al oírlo, y mi padre se rio. Entonces se levantó de su butaca, y pasando su mano por el hombro del escritor, empezaron a pasear por la habitación, y en aquel momento, mi padre le hizo la proposición: que escribiera para él un libro con sus poesías, y él se encargaría de editarlas.
Él le miró sorprendido, pero sonrió. La idea le gustaba, así que accedió. Había pasado ya más de una hora, así que Bécquer se dispuso a despedirse, pero antes de que pudiera hacerlo, mi padre le pidió:
—Recítame algunas de tus poesías—al ver la cara de duda de su amigo poeta, se rio y le tranquilizó, diciendo—. No te preocupes, hombre, que solo estoy yo. Por favor, recita un poco de poesía para ese viejo amigo; te garantizo que no hay nadie más escuchándote.
No pude evitar sonreír ante esta última afirmación, aunque me sentí un poco culpable. Sin embargo todo sentimiento dejó paso a la admiración en cuanto el poeta empezó a recitar:

  Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
        jugando llamarán.
  Pero aquellas que el  vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres...
        ¡esas... no volverán!
  Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde aún más hermosas
        sus flores se abrirán.
  Pero aquellas, cuajadas de rocío
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día...
        ¡esas... no volverán!
  Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
        tal vez despertará.
  Pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido...; desengáñate,
        ¡así... no te querrán!

Se me puso la carne de gallina en cuanto la cálida voz de Bécquer surgió de sus labios. Alzó la cabeza, sus ojos brillaron y todo pareció transformarse. Aquella voz suave y poderosa, segura y potente, era el complemento perfecto a los versos más bellos que oí en mi vida. Se me erizó el pelo, se me aceleró el corazón y me quedé paralizada. Sentí la dulzura de las imágenes descritas, sentí la belleza de la naturaleza que contemplaba un amor… sentí la melancolía de las escenas que no volverían, sentí la pasión de cada uno de los versos, sentí la suavidad de sus palabras… Sentí lo que debió sentir Bécquer.
Desde aquel día suspiraba por encontrar sus poesías o por volver a oírle recitar. Cada vez que venía a casa para hablar con mi padre, me escondía en mi rincón, para oírle cada vez que recitaba una poesía.
Así pasó el tiempo, hasta que un día, a mediados de enero de 1868, Bécquer volvió a casa más alegre que de costumbre. Como siempre, se reunió con mi padre en su despacho y yo me quedé observando a través de aquel agujero en la pared. El poeta, con un orgullo mal disimulado, depositó encima de la mesa de mi padre un manuscrito con varias poesías. Mi padre leyó el título: Libro de los gorriones. Le miró, sorprendido. A decir verdad, a mí también me extrañó ese título, bastante raro. Pero me gustó.
El escritor sonrió e invitó a mi buen padre a hojear el manuscrito. Esta vez no hubo recital de poesía, para mi decepción. D. Luis empezó a pasar las páginas, sonriendo unos ratos, más serio otros tantos. Cuando acabó su lectura, sonrió orgulloso y dirigió a Gustavo una mirada franca, de un amigo que está gratamente orgulloso de otro amigo, y le tendió la mano. Le prometió que lo guardaría para, algún día, cuando tuviera un poco de tiempo, poder editarlo. Él sonrió agradecido y se despidió. Cuando llegó al vestíbulo, me vio salir de la habitación, y tras un cordial saludo, me sonrió. Aquella fue la última vez que le vi.
***
Desde que supe de la existencia del manuscrito del Libro de los gorriones, mi afán por leerlo no conocía fin. A todas horas intentaba colarme sigilosamente en el despacho de mi padre, y cogía el preciado libro del segundo cajón de su escritorio de roble. Y por unos minutos, podía deleitarme con aquella asombrosa poesía que no parecía ser cosa de hombres. Jamás supe que era lo que me atraía tanto de la poesía de Bécquer. Quizá fuera su sencillez… quizá fuese la pasión que denotaba cada uno de sus versos… no lo sé. O quizá simplemente fuera aquella facilidad con la que el poeta me hacía sentir lo mismo que había sentido él.
Cuando entraba furtivamente en el despacho de mi padre, no tenía más que unos momentos para leer, así que solo podía leer una poesía cada vez. Sin embargo, la sensación que me recorría el cuerpo al hacerlo… es algo inexplicable.
Los suspiros son aire y van al aire.
Las lágrimas son agua y van al mar.
Dime, mujer, cuando el amor se olvida,
        ¿sabes tú adónde va?
¡Si pudiera saberlo…! No soy capaz de responder a esa pregunta; no soy capaz siquiera de saber qué me trasmite… sin embargo, puedo sentir el olvido, puedo sentir la melancolía de cada uno de sus versos… La carne se me ponía de gallina al leer cualquier poesía de Bécquer, y cuando una de sus poesías se encontraba ante mis ojos, el resto del mundo dejaba de existir para mí.
De vez en cuando, si sabía que mi padre estaría fuera de casa mucho rato, aprovechaba para coger el manuscrito y copiar en un pequeño cuaderno que tenía alguna de sus poesías. Me encantaba la caligrafía del poeta. Esas letras pequeñas, firmes, curvadas y elegantes que formaban versos que, a su vez, formaban estrofas y que, en conjunto formaban las poesías (o Rimas, como las llamaba él) más hermosas que he leído.
Yo sé un himno gigante y extraño
que anuncia en la noche del alma una aurora, 
y estas páginas son de ese himno
cadencias que el aire dilata en las sombras.
Yo quisiera escribirle, del hombre
domando el rebelde, mezquino idioma,
con palabras que fuesen a un tiempo
suspiros y risas, colores y notas.
Pero en vano es luchar, que no hay cifra
capaz de encerrarle; y apenas, ¡oh, hermosa!,
si, teniendo en mis manos las tuyas,
pudiera, al oído, cantártelo a solas.
Leyendo esta poesía, casi podía sentir como realmente me cantaba. ¡Como hubiera deseado que me recitara poemas al oído, estando él y yo a solas! Quería conocerle, pero conocerle bien, no sólo intercambiar palabras corteses, sino discutir sobre poesía, hablar de sus rimas durante horas… No puedo describir las imágenes que se me formaban en la cabeza al leer tales poemas, pero, aunque no siempre entendía lo que Bécquer decía o quería decir con sus poesías, todas y cada una de ellas me trasmitía algo… un sentimiento, una punzada de dolor, una sonrisa… cualquier cosa… y esto era lo que más me gustaba de sus Rimas. El poder sentir lo que él mismo había sentido alguna vez.
***
Recuerdo aún el día en qué murió mi hermana pequeña. Tenía apenas siete años, y su pérdida fue insoportable para mí. Las lágrimas surcaban mi rostro, ni una sola sonrisa acudía a mis labios. Aquel día, el sol, pareciendo hacer mofa de mi desgracia, brillaba alegre en el cielo. Sin embargo, a mí todo se me antojaba triste y oscuro.
Vagué como un fantasma por la casa, ahora vacía y desprovista de las risas infantiles que antes la habían llenado, durante horas. No había nada que me consolara; nadie parecía entender mi dolor. Mi padre no estaba, y sin saber cómo, acabé en su despacho, como tantas otras veces, aunque sin ánimo de leer.
Casi por instinto, mis manos abrieron el cajón y sacaron el preciado manuscrito. Empecé a pasar hojas, y mis ojos seguían los versos, pero mi cerebro no asimilaba nada. Leía sin leer. Mi cabeza estaba llena de recuerdos y de planes de futuro que había hecho con la pequeña, ahora frustrados. Desde que habíamos llegado de la iglesia, nada parecía real.
De pronto, el libro se quedó abierto por una página. Mis manos no fueron capaces de pasar esa hoja, y empecé a leer:
Cerraron sus ojos
que aún tenía abiertos,
taparon su cara
con un blanco lienzo,
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.
La luz que en un vaso
ardía en el suelo,
al muro arrojaba
la sombra del lecho;
y entre aquella sombra
veíase a intérvalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.
Despertaba el día,
y, a su albor primero,
con sus mil rüidos
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterio,
de luz y tinieblas,
yo pensé un momento:
—¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
                *
De la casa, en hombros,
lleváronla al templo
y en una capilla
dejaron el féretro.
Allí rodearon
sus pálidos restos
de amarillas velas
y de paños negros.
Al dar de las Ánimas
el toque postrero,
acabó una vieja
sus últimos rezos,
cruzó la ancha nave,
las puertas gimieron,
y el santo recinto
quedóse desierto.
De un reloj se oía
compasado el péndulo,
y de algunos cirios
el chisporroteo.
Tan medroso y triste,
tan oscuro y yerto
todo se encontraba
que pensé un momento:
—¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
                *
De la alta campana
la lengua de hierro
le dio volteando
su adiós lastimero.
El luto en las ropas,
amigos y deudos
cruzaron en fila
formando el cortejo.
Del último asilo,
oscuro y estrecho,
abrió la piqueta
el nicho a un extremo.
Allí la acostaron,
tapiáronle luego,
y con un saludo
despidióse el duelo.
La piqueta al hombro
el sepulturero,
cantando entre dientes,
se perdió a lo lejos.
La noche se entraba,
el sol se había puesto:
perdido en las sombras
yo pensé un momento:
—¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
                *
En las largas noches
del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero,
de la pobre niña
a veces me acuerdo.
Allí cae la lluvia
con un son eterno;
allí la combate
el soplo del cierzo.
Del húmedo muro
tendida en el hueco,
¡acaso de frío
se hielan sus huesos...!
                * * *
¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es sin espíritu,
podredumbre y cieno?
No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
algo que repugna
aunque es fuerza hacerlo,
el dejar tan tristes,
tan solos los muertos.

Mis ojos se llenaron de lágrimas otra vez. Jamás había leído una poesía que plasmara tan bien lo que yo sentía en aquellos instantes. El miedo a dejarla sola, la imposibilidad de hacer nada más por ese ser querido, la incertidumbre de saber si algún día volveríamos a vernos…
En aquel momento me di cuenta de que no era una incomprendida. Que más gente se sentía así. No sólo más gente… Bécquer. Mi Bécquer. Él me comprendía. Él sabía qué había en mi alma. Al menos, lo intuía. Y eso era más de lo que había sentido hasta entonces.
Desde aquel día, el manuscrito de Gustavo Adolfo Bécquer fue todavía más valioso para mí. Siempre que me preocupaba algo, siempre que me sentía sola o triste, o siempre que necesitaba a alguien que me comprendiera, entre aquellas preciadas páginas podía encontrar algo que me reconfortara o, simplemente, me arrancara una sonrisa. La poesía era, junto a la devoción que siempre tuve a la Santísima Virgen, lo único que me quedaba cuando casi todo lo demás me fallaba.
Toda rima de Bécquer me impresionaba. Muchas de sus rimas me hacían soñar. Otras tantas me hacían reflexionar. Y otras cuantas me hacían llorar.
Poco a poco, fui descubriendo en su poesía, los sentimientos, pensamientos, ideas y preocupaciones del poeta. Entendí que le preocupaba la muerte y el ser olvidado después:
Cuando mis pálidos restos
oprima la tierra ya,
sobre la olvidada fosa,
        ¿quién vendrá a llorar?
¿Quién en fin, al otro día,
cuando el sol vuelva a brillar,
de que pasé por el mundo
        quién se acordará?
Entendí qué era para él el amor:
Los invisibles átomos del aire
en derredor palpitan y se inflaman,
el cielo se deshace en rayos de oro,
la tierra se estremece alborozada.
Oigo flotando en olas de armonías,
rumor de besos y batir de alas;
mis párpados se cierran... —¿Qué sucede?
¿Dime?
              —¡Silencio! ¡Es el amor que pasa!
Me admiró su galantería; sencilla a la par que halagadora:
Si al mecer las azules campanillas
    de tu balcón,
crees que suspirando pasa el viento
    murmurador,
sabe que, oculto entre las verdes hojas,
    suspiro yo.
Si al resonar confuso a tus espaldas
    vago rumor,
crees que por tu nombre te ha llamado
    lejana voz,
sabe que, entre las sombras que te cercan,
    te llamo yo.
Si se turba medroso en la alta noche
    tu corazón,
al sentir en tus labios un aliento
    abrasador,
sabe que, aunque invisible, al lado tuyo,
    respiro yo.

Por una mirada, un mundo;
por una sonrisa, un cielo;
por un beso... ¡Yo no sé
qué te diera por un beso!

—¿Qué es poesía?, dices, mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul,
¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía... eres tú.
Esta última, particularmente, me intrigó. Había comprendido sus preocupaciones, sus sentimientos… sin embargo, no había comprendido su poesía… No había comprendido qué significaba para él la poesía, quiero decir. Es más, ni siquiera sabía qué era para mí. Ni siquiera sabía qué era o en qué consistía ese arte.
Cuando esas dudas me asaltaron, estábamos ya en septiembre de 1868. Me dispuse a averiguarlo mediante las rimas de Bécquer que trataban el tema… quise sentir la poesía tal y como la sentía él, quería que me trasmitiera la esencia de la poesía. Había oído hablar de sus Cartas Literarias a una Mujer, pero aunque las había buscado afanosamente, no las encontré, así que no pude leerlas. Me hubiera gustado tener un encuentro personal con él, para que me lo explicara él en persona, pero ya no lo había vuelto a ver desde el día en que llegó a mi casa con el preciado manuscrito terminado. De todos modos, los hechos de aquel mes me impidieron pensar en ello durante una temporada.
***
La revolución que llamaron “La Gloriosa” me pilló en casa. Mi padre no estaba, pero llegó un mensajero a la puerta, agotado y sin aliento, avisándome de que los revolucionarios le habían destituido por la fuerza de su cargo de ministro y que se dirigían a su casa para quemarla. Me pidió que escapara.
El pánico me invadió el cuerpo; sin embargo, conservé la suficiente calma como para poner el Libro de los gorriones a salvo. Lo escondí en la maleta que cogí para poner lo más imprescindible para huir, envuelto en uno de mis vestidos. El fiel criado que había acudido a avisarme preparó rápidamente un carruaje y partimos para Guadalajara, después de despedir a todos los demás siervos, avisándoles de que se marcharan, para que los revolucionarios no la tomaran con ellos.
No volví a ver a mi padre en mucho tiempo. No supe de él hasta varios meses después, cuando recibí una carta suya. Mientras tanto, me refugié en un convento de las Carmelitas de Guadalajara, donde los revolucionarios no se habían atrevido a entrar, gracias a Dios. Allí dediqué mi tiempo a orar, junto a mis preciadas benefactoras, y en mis ratos libres, a leer. Siempre que podía sacaba el manuscrito de dentro de la maleta y leía aquellas hermosas poesías en secreto. No sé qué hubieran pensado las buenas monjas de aquellos poemas; quizá les habrían gustado, pero por si acaso, preferí no mostrárselas a nadie.
Había algo que me reconcomía. Bécquer le había dado aquel libro a mi padre con la esperanza de que lo publicara, pero ahora ya no sería posible. Entonces me preocupó, pero un tiempo después supe que un tal Francisco de Laiglesia le regaló un tomo en el que reescribió sus poesías. Sin embargo, me hice el firme propósito de devolverle el manuscrito algún día.
En mi celda del convento, leía sin pausa las Rimas de Bécquer. Quería entender qué era la poesía. Poco a poco, sus poesías se me iban haciendo cada vez más reveladoras:
No digáis que, agotado su tesoro,
de asuntos falta, enmudeció la lira;
podrá no haber poetas; pero siempre
        habrá poesía.
Mientras las ondas de la luz al beso
        palpiten encendidas,
mientras el sol las desgarradas nubes
        de fuego y oro vista,
mientras el aire en su regazo lleve
        perfumes y armonías,
mientras haya en el mundo primavera,
        ¡habrá poesía!
Mientras la ciencia a descubrir no alcance
        las fuentes de la vida,
y en el mar o en el cielo haya un abismo
        que al cálculo resista,
mientras la humanidad siempre avanzando
        no sepa a dó camina,
mientras haya un misterio para el hombre,
        ¡habrá poesía!
Mientras se sienta que se ríe el alma,
        sin que los labios rían;
mientras se llore, sin que el llanto acuda
        a nublar la pupila;
mientras el corazón y la cabeza
        batallando prosigan,
mientras haya esperanzas y recuerdos,
        ¡habrá poesía!
Mientras haya unos ojos que reflejen
        los ojos que los miran,
mientras responda el labio suspirando
        al labio que suspira,
mientras sentirse puedan en un beso
        dos almas confundidas,
mientras exista una mujer hermosa,
        ¡habrá poesía!
Siempre habrá poesía… aunque no haya poetas, la poesía prevalecerá… Cada vez veía más claro el pensamiento de Bécquer…
Sacudimiento extraño
que agita las ideas,
como huracán que empuja
las olas en tropel.
[…]
Locura que el espíritu
exalta y desfallece,
embriaguez divina
del genio creador…
 Tal es la inspiración.
Gigante voz que el caos
ordena en el cerebro
y entre las sombras hace
la luz aparecer.
[…]
Raudal en cuyas ondas
su sed la fiebre apaga,
oasis que al espíritu
devuelve su vigor…
Tal es nuestra razón.
Con ambas siempre en lucha
y de ambas vencedor,
tan sólo al genio es dado
a un yugo atar las dos.
¿Cómo sería sentir tales cosas? ¿Cómo se debía sentir el genio que lograba aunar la razón y la inspiración? ¿Cómo lo hizo Bécquer para describir con tal acierto cada uno de los conceptos? ¿Cómo puede ser que sintiera yo tan vivamente que su definición de razón encajaba tan naturalmente en mi realidad?
Cada vez veía más claro que la poesía era algo más grande de lo que jamás me habría imaginado. Comprendí que era algo tan inmenso que era casi imposible de describir, casi imposible de entender y, por supuesto, algo completamente imposible de explicar y asimilar. La poesía era como los sueños: inalcanzable, a menos que comprendieras que debes creer en los imposibles.
Sim embargo comprendí algo más importante: tras todo aquel tiempo deseando conocer a Gustavo Adolfo Bécquer en persona, entendí que ya lo había hecho: Bécquer dejó su alma impresa en su poesía; mediante sus Rimas le conocí mejor de lo que hubiera hecho en persona.
***
Poco después, me reuní con mi padre, enferma de tuberculosis. Confié el manuscrito del Libro de los Gorriones a una de las buenas carmelitas, que me prometió que lo haría llegar a la Biblioteca Nacional de Madrid. Y sé que cumplió con su promesa.
Ahora, aunque sé que pude conocer a Bécquer a través de su poesía, no pierdo la esperanza de encontrármelo algún día. Aquí donde estoy, todo es alegría, todo es felicidad. Estoy con Dios, y nada podría ser mejor. Sin embargo, no me molestaría tropezarme un rato de estos con el ilustre poeta, porque, aunque tengo su poesía grabada a fuego en mi alma, su persona continúa siendo un misterio para mí. Y, sobre todo, la poesía en sí misma.

Morí joven, como Bécquer. Morí de tuberculosis, como él. Me intrigó la poesía y me preocupó la muerte, igual que al poeta. Y todo aquello, que parece tan lejano, ocurrió no hace tanto tiempo. Sí, estoy hablando de 1868, aproximadamente. Cuando él todavía vivía. Cuando yo todavía estaba viva.

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