Por fin llega la noche, y con ella, un nuevo sueño.
Mi alma, ansiosa, se aleja de mi cuerpo para acudir al encuentro de aquel hombre que conocí hace poco. Con los nervios a flor de piel, vago sin rumbo hasta que él me encuentra. Sonrío y, como la otra vez, le doy mi mano.
Esta vez, sin embargo, no me lleva a bailar, sino a unos enormes jardines alumbrados solo por la luz de la luna y millones de pequeñas luciérnagas que bailan al son del cantar de los grillos.
Caminamos lentamente y en silencio, dejando que la poesía reinante del lugar inunde nuestras almas. El halo de luz que le envolvía la otra noche ya no me impide ver su rostro, pero aún me cuesta creer que sea quien creo que es. Intento decir algo para romper ese silencio, pero las palabras mueren en mis labios. Le miro a los ojos y él se detiene, devolviéndme la mirada con esos ojos oscuros.
-¿Qué?
Intento responder, pero no sé que decir. Me maldigo a mi misma por mi estupidez, y me obligo a contestar:
-¿Quién eres?
Él se ríe con una voz dulcísima, tierna y melodiosa. Me mira divertido, me toma de nuevo la mano, y clavando sus pupilas en las mías, dice:
-¿Todavía no lo has adivinado?
Haciendo grandes esfuerzos para que no me tiemble la voz, consigo responderle:
-Eres Bécquer, ¿verdad?
El poeta hace una humilde reverencia, y una sonrisa se dibuja en sus labios.
-Servidor.
Mi alma está exultante, pero intento disimularlo. ¡Hay tantas cosas que desearía decirle! ¡Tantas cosas que preguntar! Temo despertar de ese dulce sueño, aunque sé que no es más que eso. Quiero saborear cada momento, mirar sus ojos, ver la poesía escrita en ellos, comprender su alma, sentirle cerca de mí... Seguimos caminando, estableciéndose entre nosotros una muda comunicación basada en la poesía, que sin necesidad de palabras, se filtra entre nuestras almas cargadas de sentimiento... Pregunto sin necesidad de palabras, y él me responde con solo una mirada.
El sol despunta ya en el horizonte, lo que significa que se nos está acabando el tiempo. Dándose cuenta, mete su mano en el bolsillo y saca una carta, y entregándomela suavemente, me da un beso en la frente y susurra:
-Hasta pronto, mi pequeña soñadora.
Y mientras la imagen se disuelve, mi alma se ve obligada a volver a la triste realidad.
Me incorporo en la cama con una sonrisa en el rostro. Y como el día anterior, miro encima de la mesilla de noche.
Esta vez, en lugar de una rosa, hay un pequeño sobre escrito a pluma con una caligrafía impoluta.
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