Aquella hoja en blanco no logró amedrentar a la escritora. No tenía ninguna historia que contar, es cierto, pero a falta de un argumento, decidió ponerse a crear un personaje.
La chica que describió en aquella cuartilla inmaculada no era ninguna heroína. No había nada en ella que la elevara a la categoría de santa, pero tampoco había cometido ninguna falta suficientemente grande como para condenarla al olvido. No describió tampoco a la muchacha risueña típica de los cuentos o las novelas románticas, del mismo modo que no se trataba de un alma en pena cuyo destino era habitar las páginas de una novela gótica. No. Describió una joven alma que sufría por dentro a intervalos más o menos irregulares, alternados con momentos de relativa felicidad y lucidez; una muchacha que procuraba fingir ser feliz y estar muy segura de sí misma. Una chica que no había pasado por grandes desdichas ni había vivido grandes aventuras. Una joven mujer cuyo corazón, a pesar de todo, albergaba dudas que la oprimían y que atesoraba penas que no se atrevía a expresar por miedo a parecer banal e inmadura. Un corazón que escondía algunas cicatrices que sólo algunos de sus más allegados pudieron entrever en alguna ocasión.
La protagonista de aquella historia informe era aquella chica a quien cierto desengaño la consumía por dentro. Trataba de no pensar en ello, pero una misma pregunta se materializaba continuamente en su mente: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? La escritora escribió sobre una muchacha que apenas llegaba a las dos décadas de edad, sobre una muchacha demasiado sensible e imaginativa para la época que le había tocado vivir, y cuya paciencia se había visto puesta a prueba en aquellas circunstancias que, aunque algunos se empeñaban en considerarlo poco menos que una tontería, a ella le había afectado más de lo que se atrevía a reconocer. Un personaje cuyo orgullo le impedía hacer preguntas directas que, si la hubiera formulado sin reparos, a lo mejor la hubieran librado de aquel estado de angustia e incomprensión, so pena de perder lo poco que le quedaba de aquello a lo que llamaba "dignidad".
La mano de la autora siguió garabateando furiosamente el papel en un arranque de determinación, dispuesta a dejarse la piel en aquel personaje sin historia. Aquel personaje que, durante las últimas tres semanas, había estado obsesionado en aquel incidente, para muchos insignificante, que al principio a ella le sentó tan mal, aquello que le supo casi a traición. La chica sabía que estaba siendo un tanto melodramática al expresarse en aquellos términos, pero en sus entrañas había sentido el amargo sabor de aquella puñalada invisible de algo parecido al desengaño, y se sentía dolida y decepcionada con aquella persona que, de la noche a la mañana, dejó de hablarle sin ningún motivo, negándole su palabra y castigándola con su silencio la misma tarde antes de la velada que con tanta ilusión había esperado, sin una palabra que justificara su conducta. Un par de días le duró el enojo; después el enfado pasó, pero el desencanto no la abandonó. Durante aquellas tres semanas estuvo esperando una justificación, una disculpa, una palabra; algo que rompiera aquel silencio de hielo y le diera una razón o, cuanto menos, una excusa mínimamente creíble para su comportamiento. De nada sirvió la espera. A cada día que pasaba, la protagonista sentía cómo iba muriendo algo dentro de sí, algo que alguna vez pudo tener el nombre de amistad e, incluso, el de cariño.
La escritora no cesó en su empeño de plasmar en el blanco papel los sentimientos y la frustración de su protagonista; sabía que nada de lo que le había pasado a su personaje parecía tener sentido. Sabía que, de decirlo en voz alta, de hacer conocer a la gente sus preocupaciones, ésta se reiría de la chica que se iba desarrollando palabra tras palabra, línea tras línea tanto en la imaginación como en la hoja de la escritora. Sabía que la literatura, cínica como siempre, permitiría a los lectores regocijarse y disfrutar de una historia aparentemente inverosímil y hueca, leyendo y, tal vez, comprendiendo los sentimientos que los términos que consideraba más acertados podían describir, pero que en realidad no iban a ver todo el sufrimiento que había tras cada cuartilla, todo el sentimiento que contenía cada palabra. Todo aquello, toda la verdad que el relato pudiera contener, quedaría escondido tras una retahíla de palabras bien estudiadas cuyo objetivo no era otro que el de engañar al lector para que pensara lo que ella quisiera, sin descubrir toda la certeza que podía encerrar un relato. Porque la literatura no es más que eso: el cinismo en su estado más puro, el arte de despojar las historias más humanas de toda humanidad real que puedan contener, para goce y disfrute de una humanidad decadente que busca en los libros algo más que el conocimiento: busca ver la vida desde fuera, sin atreverse a existir en esa realidad paralela a la que sólo le es permitido observar y que nos asegura una huida de este mundo inhóspito.
La escritora sabía que, plasmando al personaje en el papel, le concedía ese estatus ilusorio, que lo resguardaba de la incomprensión y lo elevaba a aquel estrado reservado a los protagonistas de la historias, los pocos afortunados cuyas vidas no se juzgan a la ligera y, como mucho, son calificadas de ser "algo forzadas" o "artificiosas", pero que muy poca gente mínimamente cultivada se atreve a tratar y a analizar sin aquel ápice de misericordia o compasión dictaminada, en cada caso concreto, por el autor.
Durante dos horas más, la escritora estuvo trabajando aquel personaje. Durante dos horas, la muchacha que había descrito acabó de tomar forma, siendo el eje principal de su vida actual aquella preocupación y aquellas dudas que la corroían por dentro.
Tras aquel corto período de tiempo, nuestra autora levantó la vista y vio delante de sí a la persona a la que estaba describiendo y a quien no se atrevía a conceder ninguna historia que protagonizar. Suspiró, mirándola con aquellos ojos cansados y propensos a las lágrimas silenciosas, y tras dedicar una sonrisa triste al espejo que tenía delante, volvió a bajar la cabeza y acabó de perfilar al personaje, deseando que nunca nadie se diera cuenta de que los sentimientos y las preocupaciones del mismo no eran otras que las suyas propias.